martes, 4 de enero de 2011

Niebla. nº1

Abrí los ojos con dificultad. Eran casi las cinco de la mañana, según mi antiguo reloj casio. Esta habitación no es como la recordaba, ese color de la pared, esos muebles, todo parece ahora más siniestro. Hace frío y eso transtorna mis sentidos. Me levanté y me dirigí hacia el salón, un salón con una inmensa piel de oso yaciendo sobre el suelo. En otro momento me hubiera impresionado, pero ya me daba igual. Mi único objetivo era cubrirme con una gruesa manta y acercarme a la débil llama de la chimenea. Una vez curado el frío, me dispondría a tomar el solitario tren que me llevaría de vuelta a Moscú.
Siete, ocho, nueve de la mañana. El amanecer invernal de Rusia se hace esperar. Una vez asomados los primeros tímidos rayos de sol, cogí mi abultado abrigo y me enfundé unas botas muy calentitas para abordar lo que me esperaba tras la puerta.
Una niebla eterna me dificultaba la visión y la gruesa capa de nieve me entorpecía el paso. Pero hice caso omiso, pues todo lo que quería era tomar ese tren. Al llegar a la estación, que por suerte no estaba muy lejos, ví muchos hombres viajando solos con unas maletas muy rudimentarias y familias enteras que se fundían en melancólicas despedidas.
Compré mi billete y me senté en un banco a esperar la llegada de la máquina. Sin maletas, sin comida, solo con una cartera con mucho dinero; eso lo soluciona todo. Miré al suelo y pensé que la mala situación de las vías iban a significar algo más de siete horas de camino desde Krasnoye Ekho. Me pregunto cómo se me ocurrió venir a este lugar, no tiene sentido.
Al fin ese característico silbido de los trenes rusos. Busqué mi vagón siguiendo los carteles escritos en inglés, puesto que de ruso sé muy poco, y al encontrarlo me senté en el lugar que me correspondía. Inesperadamente, la butaca me resultó bastante cómoda, y el sistema de calefacción funcionaba perfectamente. Me distraje mirando a través de la ventana y dando paseos esporádicos a la cafetería y a los servicios. Agradecí que los rusos fueran tan educados, nunca molestan a su compañero de viaje, además, apenas se les oye cuando hablan entre ellos, y cuando lo hacen, producen una melodía tan incomprensible para mí que ni siquiera distraen mi atención.
El tiempo pasaba tremendamente lento, y solo deseaba llenar mi cabeza de pensamientos absurdos para olvidarme de dónde estaba. Me repetía una y otra vez que ya quedaba poco para llegar a casa.

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